sábado, 19 de mayo de 2012

A cara o cruz.


15 de mayo de 1916.
  
Es la una y media de la madrugada y nos encontramos en el refugio antiaéreo tratando de encontrar distracción y descanso por unos momentos. Sin embargo, nuestro intento es imposible a causa del horripilante silbido que causan los obuses lanzados por aviones, que sin parar un instante, cruzan el estrellado cielo nocturno. En su travesía crean una tétrica escena en la que el color oscuro de la noche se transforma en un intenso resplandor rojo a causa de las explosiones. El mismo rojo salpicado de heridas de bala, las estrellas, que tanto podemos ver en nuestros compañeros caídos. El mismísimo rojo que inunda mis pesadillas nocturnas desde hace mes y medio.

Podría decirse que la guerra no duerme y no ofrece tregua ni descanso a ninguno de sus combatientes.

Mendelson, Kübrick y yo, Joseph, podemos jugar, por fin, al póker. Mientras, debatimos ofendidos el asunto del cabo de nuestro regimiento, quien ha partido hace varios días a Berlín para ser instruido en nuevas tácticas y ofensivas militares. Yo pienso que es sólo una excusa, ya que la guerra cada vez anda peor, y a la hora de encontrarnos cara a cara con la afilada guadaña, únicamente estamos los soldados rasos, encontrándose nuestros condenados superiores siempre ausentes a la hora de encarar la muerte.

Hace ya mes y medio que fuimos enviados a Verdún, aunque la batalla comenzó meses antes, en febrero. Creían nuestros compatriotas alemanes que la guerra sería rápidamente vencida ante los franceses. Pensaban que sería como quitar una chocolatina a un niño, un niño que escasos días después contó con la protección y el apoyo de los italianos y los ingleses, y la situación se complicó.

Ahora mismo deberían encontrarse con nosotros, peleando y discutiendo por un trago de whiskey, como mayor apuesta en nuestro juego, Glück, Stephen y Oliver, pero la macabra sonrisa de la muerte, que ríe a causa de intereses políticos y para nada humanos, que es la guerra, nos los arrebató.

Ellos tres, como los tres que estamos ahora mismo presentes, tenemos veinte años; y todos salimos de la misma clase de la escuela superior de bellas artes. Al principio de la guerra podía respirarse en todo el país una sensación de amarga superioridad que nos animaba a participar en ella, haciendo que Alemania recuperase todos sus honores perdidos. Eso mismo se continúa pensando allí, aunque quien lo vea así desde el frente no es humano. Nosotros éramos artistas, no lobos para el hombre, y ninguno es capaz de imaginar, si logramos salir con vida, lo que nuestras conciencias e inteligencia,  demacradas y corrompidas por la guerra, serán capaces de crear. Como artistas, deberíamos representar lo más profundamente humano de nosotros mismos.

Glück murió tras quedar atrapado en el cráter de un obús. Cuando lo vieron esas despiadadas bestias francesas arremetieron a disparos contra él, atrapado cual pequeño roedor en un cepo para ratones.

Stephen contó con un destino muchísimo peor. Hace tres días, mientras escapábamos en retirada de una ofensiva fallida, fue alcanzado por un disparo y cayó al suelo. Pensamos que estaba muerto y no pudimos volver a recogerlo; pero en realidad el disparo le había alcanzado sólo en el tobillo y, al caer, se golpeó la cabeza contra el suelo, quedando inconsciente. Minutos después, ya desde nuestra línea, pudimos comprobar, con el asombro de nuestros ojos, como, a lo lejos, nuestro amigo se ponía en pie. Salí corriendo a recogerlo pero, en ese mismo instante, un francés se le acercó por la espalda, clavándole un puñal y demostrando así su trapero juego.

La última y trágica muerte en mi entorno recayó en la figura de mi querido Oliver y muy amigo de la infancia. Fue herido de bala en un hombro y trasladado posteriormente a enfermería, donde le fue curada la herida que, a los dos días, comenzó a infectarse y tuvieron que amputarle todo el brazo izquierdo. Sin embargo, era demasiado tarde, pues la infección se le había extendido por todo el cuerpo. Todavía recuerdo horrorizado su bella, lustrosa y joven cara sufriendo y luchando por ganar la batalla a la muerte.

Sin duda dicha infección fue causada por culpa de estos desquiciados y locos enfermeros que pueden ser capaces de operar, con un cuchillo del almuerzo a siete personas diferentes... ¡sin ni si quiera haberlo  limpiado previamente con agua! Intervienen a nuestros amigos y compatriotas entre el barro, las ratas y las enfermedades, y claro es que, quien no muere a causa de las heridas, termina falleciendo por las infecciones. Lo más abominable de todo es ver cómo, una vez muertos, los enfermeros y médicos se apropian de sus posesiones... ¡oh, maldita panda de arpías!

Los pocos que quedamos estamos muertos de hambre. No llegan nuestras provisiones, no llegan nuestras cartas... no llega ni sale nada, pues todo es interceptado por el bando enemigo, que nos tiene rodeados y asediados.

Se habla ya de medio millón de muertos entre las potencias aliadas y otro medio millón en nuestro bando, las potencias centrales.

Comienzo ahora mismo a llorar pensando en mis padres, quienes con toda la buena intención del mundo permitieron y aceptaron mi alistamiento en el ejército. Tampoco sé si podré volver a ver a mi querida hermana pequeña, cuyo único recuerdo del que soy poseedor es el abrazo que me dio cuando me disponía a subir al camión que conduciría a nuestro pelotón hacia el frente. Ella me dijo: "Cuídate bien y vuelve pronto, hermanito...".

¡Pronto! ¡Han pasado dos años y todavía continúo aquí, en estas horribles trincheras llenas de cucarachas, ratas, barro y fango que va en aumento cada día a causa de las incesantes lluvias! ¡Son como la mismísima entrada al infierno!

Tampoco sé si llegaré a terminar el libro que comencé a escribir acerca de un detective que por su cuenta capturaba a un temible asesino en serie. Asimismo desconozco si podré acabar aquel retrato de mi novia que dejé a medio, pues  me abandonó dos meses antes de partir a la guerra. La odié tanto en aquel momento... ¡y lo que daría ahora por volver a verla y tenerla entre mis brazos!

Ahora sé que lo peor que puede pasarle a un hombre no es que una mujer le deje... ¡es encontrarse con el mismísimo reflejo de la muerte a dos palmos de tu cabeza! ¡Sólo Dios sabe lo que daría por poder regresar a casa, dormir en mi cama, abrir el cajón y sacar mi inacabada novela, o poner sobre el caballete de madera de pino negro un nuevo lienzo al que dar color!

Mi llanto se ha transmitido a mis compañeros. Todos lloramos en silencio y nos mordemos la lengua. Ninguno sabe quién será el que mañana no se encuentre entre nosotros.

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