Día a día podemos observar a nuestro alrededor como la gente
tiende a pavonearse de sus modernísimos teléfonos de alta generación, del coche
de 250 CV cuyo alto precio obligó a su dueño a endeudarse, de la camisetita más
moderna y cara de Zara e, incluso, de su propio físico. Sí señor, yo soy la niña
más mona de todas.
Puede decirse que conferimos demasiado valor a las cosas
materiales. Pero, ¿tienen un valor objetivo por sí mismas, o todo su valor,
subjetivo, nace de la sociedad y de la apreciación que hacemos de ellas? ¿Qué
pasaría si todo el mundo dejase de mirar y alabar a la niña mona? Posiblemente
dejaría de ser niña mona, para ella y para todos, y terminaría llorando ante un
espejo mientras se pregunta qué ha pasado con su belleza… pasaría a ser una niña rota para ella, e indiferente para el mundo.
En efecto, y como se ha podido deducir, considero que nada
tiene valor por sí mismo y no bastando el ejemplo de la infeliz criatura,
imaginen la siguiente situación:
En un lugar y un
tiempo cualquiera, de la noche a la mañana y tras un ataque nuclear, desaparece
todo el mundo de la faz de la tierra salvo un individuo que, por la causa que sea, se ha encontrado a
salvo en ese fatal instante. ¿Tendrá algún sentido tener una fortuna en ese
momento? No, pues nuestro personaje en cuestión podrá tomar “prestado”
cualquier objeto que desee… ¿Pero tendrá
sentido, no obstante, ir vestido con la mejor ropa? Tampoco si, al fin y al
cabo, nadie va a poder verla. ¿Por qué no ir desnudo, si la temperatura lo permite, pues? ¿Nos hará
falta el maravilloso teléfono 3G? ¿Habremos necesidad de ser guapos o feos?
Esto es, la belleza y el valor de los objetos nacen con la
existencia de un observador y no sólo eso, si no de la apreciación que él
fundamentada en su cultura hace de dicha realidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario