martes, 22 de mayo de 2012

Lo inapreciable salta a la vista.

El infernal olor y los incesantes y guturales gemidos me hicieron despertar y abrir los ojos. Lo primero que vi fue una diminuta ventana que dejaba entrar un tenue y ligero rayo de luz que apenas iluminaba el recinto. Poco a poco mis pupilas fueron adaptándose a la falta de luz hasta que, al fin, fui capaz de contemplar el perfil de las cuatro paredes que me rodeaban. Era como una película de terror en blanco y negro.

-¡Qué lugar tan grotesco! -me dije inmediatamente.

Sabía bien que nunca había estado allí antes. De repente sentí un escalofrío que recorrió mi ser de pies a cabeza y, como guiado por el instinto, me llevé las manos a la sien. Estaba húmeda y mojada. Acto seguido miré mi mano y, para mi sorpresa, estaba cubierta de sangre. Costosamente me puse en pie, pero me sentí desfallecer y volví a caer al suelo. Sin duda no tenía fuerza alguna y alguien, mientras dormía, me había propinado una buena paliza.

Tras recobrar de nuevo el conocimiento, me estremecí y retrocedí rápidamente. No estaba solo en la habitación. Dos criaturas me observaban desde la puerta con extraños utensilios de cirujano en sus manos. Vestían dos largas batas blancas, un delantal salpicado de sangre y no paraban de reír y hacer muecas y gestos obscenos. Ahora sabía quienes habían causado todo mi tormento. ¿Pero cómo había llegado hasta allí? 

Únicamente recordaba haber ido a dormir la noche anterior a las cinco de la mañana. Sí, había sido una noche mágica. Nos habíamos emborrachado, violado a una joven y dado una paliza a cuatro marroquís y a una prostituta. Finalmente culminamos la noche quemando vivo al mendigo que dormía en la puerta de la iglesia de enfrente de casa de Bill. Sin duda nos habíamos divertido y nada en el mundo podía ser capaz de superar nuestras noches pasadas por sangre y alcohol. Éramos fuertes, hombres, jóvenes y, por supuesto, blancos.

 El más pequeño de los seres me indico con un dedo que acudiese hasta ellos. Sumiso obedecí. Al llegar uno de ellos me dio un fuerte golpe y volví a perder la cordura. Cuando recobré mi ser, estaba en una mesa de quirófano, con una luz fuerte que me cegaba y, a mi alrededor, tres más de esas cosas, cada cual con un gesto mucho más deforme que el anterior. Me sacudí, intenté librarme y escapar pero fue en vano. Fuertes correas me sujetaban. Estaba perdido. Mi libertad había desaparecido. Ya no era el más fuerte. Ya no era el mejor. Era una víctima. Los roles se habían invertido y yo era el extraño, el diferente, a quien solía causar tanto daño.

En ese momento, entre temblores, sudor, escalofríos y con las sábanas pegadas en mi cara, desperté al mundo real. Todo había sido una pesadilla. Mi subcosnciente se había manifestado mostrando las más absurdas creencias y dogmas que se hallaban en mi interior y me hacían ser una persona horrorosa, cruel y detestable. Entonces comprendí lo que sufre el otro y se descubrió ante mí la empatía. Quizá fuese el miedo radical el que me hizo cambiar, pero ahora comprendo que yo no soy mejor que nadie, que he de respetar al diferente, aprender lo que sea aprovechable del otro y nunca tratar de imponer mi pensamiento con violencia. 

Aunque puede que haya sido demasiado tarde para cambiar... La policía descubrió mis actos y ahora estoy en la cárcel. Mi pesadilla casi se ha hecho realidad.





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