viernes, 19 de octubre de 2012

Experiencias de un verano inquieto. Reapertura.

Meses ha que no publicaba nada nuevo y mucha gente me pidió que volviese a escribir. Poco a poco el blog fue cobrando interés y popularidad. En varios momentos llegué a sorprenderme cuando algunas personas me comentaban que habían leído mis entradas y les habían encantado, gente que nunca pensé que pudiese llegar a hacerlo o que nunca habría oído hablar de este espacio que con todos comparto. Me congratulo por ellos y agradezco ese apoyo.

Diversos son los motivos por los que tanto tiempo he pasado sin publicar nada (ya comunico de antemano que este año va a ser muy difícil, sobre todo por falta de tiempo): tuve que enfrentarme a los exámenes finales, mi verano pasó con una maleta a cuestas los dos meses y segundo de bachiller me parece un curso al que es necesario dedicar el máximo tiempo posible.

Este verano que nos ha dejado hace bien poco me ha parecido el más productivo y provechoso de mi vida. He conocido gente estupenda, me he fortalecido y he mejorado increíblemente como persona. La mentalidad del esfuerzo y del trabajo cada vez están más arraigadas en mi interior, debido en gran parte a mi éxito académico recogido el pasado curso. Bien he descubierto que quien trabaja recoge sus frutos, frutos que son para toda la vida y que te acercan cada vez más a tus metas, guiado por un cosquilleo de estómago a quien muchos llaman "vocación".

Ahora he llegado apenas unos minutos atrás de Cantabria; un viaje organizado por el instituto para participar en el programa de "Rutas Científicas". La aventura ha sido bonita, he fortalecido mis vínculos de amistad con aquellas personas cercanas y, al igual que ocurre en esta vida, he aprendido muchísimo, en este caso de la disciplina científica y de la cultura, geografía y naturaleza de esta preciosa región del norte español.

Mañana por la mañana, pasado, el resto de la semana y durante todo el curso hasta llegar a junio, donde se encuentra la temida selectividad, me esperan largas horas de estudio que sin duda considero bien invertidas al acercarme día a día, paso a paso, ejercicio a ejercicio o epígrafe a epígrafe a la que considero mi mayor meta en la vida: la formación como futuro médico. Espero que el próximo verano mis impresiones sean aún mejor que las actuales.

La reflexión y el pensamiento siguen acompañándome allá donde me encuentro, pero como ya he dicho, son malos momentos para invertir el tiempo en algo que no sea el estudio. Con esta entrada pretendía hacer ver a todos que sigo acordandome del blog, que no está parado ni mucho menos y que volverá lo bueno, como todo vuelve, tarde o temprano, en mayor o menor cantidad.

Un saludo a todos.



martes, 22 de mayo de 2012

Lo inapreciable salta a la vista.

El infernal olor y los incesantes y guturales gemidos me hicieron despertar y abrir los ojos. Lo primero que vi fue una diminuta ventana que dejaba entrar un tenue y ligero rayo de luz que apenas iluminaba el recinto. Poco a poco mis pupilas fueron adaptándose a la falta de luz hasta que, al fin, fui capaz de contemplar el perfil de las cuatro paredes que me rodeaban. Era como una película de terror en blanco y negro.

-¡Qué lugar tan grotesco! -me dije inmediatamente.

Sabía bien que nunca había estado allí antes. De repente sentí un escalofrío que recorrió mi ser de pies a cabeza y, como guiado por el instinto, me llevé las manos a la sien. Estaba húmeda y mojada. Acto seguido miré mi mano y, para mi sorpresa, estaba cubierta de sangre. Costosamente me puse en pie, pero me sentí desfallecer y volví a caer al suelo. Sin duda no tenía fuerza alguna y alguien, mientras dormía, me había propinado una buena paliza.

Tras recobrar de nuevo el conocimiento, me estremecí y retrocedí rápidamente. No estaba solo en la habitación. Dos criaturas me observaban desde la puerta con extraños utensilios de cirujano en sus manos. Vestían dos largas batas blancas, un delantal salpicado de sangre y no paraban de reír y hacer muecas y gestos obscenos. Ahora sabía quienes habían causado todo mi tormento. ¿Pero cómo había llegado hasta allí? 

Únicamente recordaba haber ido a dormir la noche anterior a las cinco de la mañana. Sí, había sido una noche mágica. Nos habíamos emborrachado, violado a una joven y dado una paliza a cuatro marroquís y a una prostituta. Finalmente culminamos la noche quemando vivo al mendigo que dormía en la puerta de la iglesia de enfrente de casa de Bill. Sin duda nos habíamos divertido y nada en el mundo podía ser capaz de superar nuestras noches pasadas por sangre y alcohol. Éramos fuertes, hombres, jóvenes y, por supuesto, blancos.

 El más pequeño de los seres me indico con un dedo que acudiese hasta ellos. Sumiso obedecí. Al llegar uno de ellos me dio un fuerte golpe y volví a perder la cordura. Cuando recobré mi ser, estaba en una mesa de quirófano, con una luz fuerte que me cegaba y, a mi alrededor, tres más de esas cosas, cada cual con un gesto mucho más deforme que el anterior. Me sacudí, intenté librarme y escapar pero fue en vano. Fuertes correas me sujetaban. Estaba perdido. Mi libertad había desaparecido. Ya no era el más fuerte. Ya no era el mejor. Era una víctima. Los roles se habían invertido y yo era el extraño, el diferente, a quien solía causar tanto daño.

En ese momento, entre temblores, sudor, escalofríos y con las sábanas pegadas en mi cara, desperté al mundo real. Todo había sido una pesadilla. Mi subcosnciente se había manifestado mostrando las más absurdas creencias y dogmas que se hallaban en mi interior y me hacían ser una persona horrorosa, cruel y detestable. Entonces comprendí lo que sufre el otro y se descubrió ante mí la empatía. Quizá fuese el miedo radical el que me hizo cambiar, pero ahora comprendo que yo no soy mejor que nadie, que he de respetar al diferente, aprender lo que sea aprovechable del otro y nunca tratar de imponer mi pensamiento con violencia. 

Aunque puede que haya sido demasiado tarde para cambiar... La policía descubrió mis actos y ahora estoy en la cárcel. Mi pesadilla casi se ha hecho realidad.





domingo, 20 de mayo de 2012

¿Pensamos mucho y sentimos muy poco? ¿Sentimos mucho y pensamos muy poco?

Atravesando una época de resentimiento social, ante muchos y de los más diversos motivos, continuaré ofreciendo una crítica más, procediendo mi anterior entrada "el valor de todo o nada".

En esta ocasión trataré el tema del perfecto equilibrio entre el sentimiento y el pensamiento pues, en muchas ocasiones, parece que tendemos por un extremo olvidando la riqueza y el valor del otro.

Para comenzar, ¿cuántos de ustedes han estado días y días habitando en lo más profundo de su depresión ante un acto pasado e inevitable, como la ruptura de una relación, la muerte de un ser querido o un irrevocable fallo en un examen? ¿Quiénes han olvidado lo maravilloso de sentir, de percibir la belleza o el calor de un ser querido, de escuchar una bella pieza musical o de una cálida lectura ante una estival puesta de sol?

Bien, en el primer caso, sin duda nos hemos olvidado de pensar, razonar y darnos cuenta de que nuestro sufrimiento no sirve para nada. Lo hecho hecho está y lo pasado ha de permanecer allí, en el pasado pues, por mucho que lo intentemos, jamás podremos solucionar los errores y, por eso mismo, sufrir no arregla nada.

En el segundo caso asistimos al fenómeno contrario, una prolongada dedicación intelectual puede conllevar a una completa "apathía", pérdida de sensibilidad y de todo valor moral.

¿Qué sentido tiene, pues, vivir sin disfrutar bien de uno, bien de otro, de los aspectos clave y exclusivos que nos hacen personas? ¿Puede decirse que en los ejemplos anteriores no nos estamos "autorrealizando"? ¿No estamos desempeñando todas nuestras funciones propias? ¿Acaso me atrevería a decir que esos "seres" han dejado de ser personas? Pues sí, rotundamente lo afirmo.

Existen, además, una serie de personas, a las cuales no soporto, que continuamente atacan y critican a las religiones. Ojo, no estoy afirmando con ello que las apoye tenzamente, es mas, muchas de ellas han cometido hechos detestables en contra de los otros, actos de dogmatismo que, al igual que en política, llevan a afirmar que su creencia o ideología son las mejores y, las demás, malas, perjudiciales, basura... Fuera de ésto, considero que una religión, fuera de la fe (sentimiento que defiendo y creo que sí existe, pero que hay que encontrarlo y descubrirlo), es una fuente de valores morales y correctas enseñanzas que pueden enternecernos, agrandarnos y hacernos humanos, muy humanos. 

Sin duda me gustaría ver como gente atea y anti-católica, que no hace más que atacar a la iglesia y sus supuestos casos de "pedofilia", si se viesen sin trabajo, dinero y comida, acudirían a Caritas, albergues y comedores cristianos que tienen como función ayudar a los más desfavorecidos. Ellos no cierran las puertas a un "ateo". Un "ateo" sí se las cierra a una religión.

Un acto de inhumanidad, ignorancia y, por qué no decirlo, dogmatismo también, es el de rechazar a primeras cualquier cosa que no se avenga a nuestros ideales. La riqueza de la humanidad es la variedad. El hombre inteligente es el que se pone en todas las posibles situaciones y considera las distintas opiniones.

Volviendo al hilo conductor y como decía anteriormente, el valor de la humanidad ha de estar en el sentimiento y la razón unidas. Es más, afirmar que el sentimiento prima sobre la razón tampoco sería un error.  La felicidad puede alcanzarse sin ejercer la razón, un eremita viviendo en perfecta paz y armonía con la naturaleza, estoy seguro de que experimentará un mayor sentimiendo de felicidad que un científico consagrado a la observación de aminoácidos en su microscopio electrónico; siempre y cuando haya adquirido una cierta experiencia vital que le permita ser consciente de su situación para poder sentir.

Otro problema es el valor y sentido que se les da a los sentimientos. ¿Cómo es posible que una persona pase de decir te amo de una persona a otra en dos horas? ¿Su sentimiento es ilusorio? ¿Existe de verdad? ¿Cree que lo que experimenta es amor, o es que nunca ha amado de verdad? Quizá sea un niñato/a que lo único que quiere es tener una relación para estirar el cuello... y de ahí volvemos a mi anterior artículo.

Lo que está claro es que una sociedad no puede estar regida por autómatas insensibles, pues siempre habrá desfavorecidos a los que habrá que ayudar y tener en cuenta. Seamos un poco utilitaristas. Pero tampoco puede regirse por el extremo sentimentalismo. No podemos dar toda nuestra fortuna al primer mendigo que veamos. Las cosas en su justa medida. El equilibrio hace la riqueza. El equilibrio hace al hombre. ¿Por qué no decirlo? Seamos humanos. Seamos mente y corazón.




sábado, 19 de mayo de 2012

A cara o cruz.


15 de mayo de 1916.
  
Es la una y media de la madrugada y nos encontramos en el refugio antiaéreo tratando de encontrar distracción y descanso por unos momentos. Sin embargo, nuestro intento es imposible a causa del horripilante silbido que causan los obuses lanzados por aviones, que sin parar un instante, cruzan el estrellado cielo nocturno. En su travesía crean una tétrica escena en la que el color oscuro de la noche se transforma en un intenso resplandor rojo a causa de las explosiones. El mismo rojo salpicado de heridas de bala, las estrellas, que tanto podemos ver en nuestros compañeros caídos. El mismísimo rojo que inunda mis pesadillas nocturnas desde hace mes y medio.

Podría decirse que la guerra no duerme y no ofrece tregua ni descanso a ninguno de sus combatientes.

Mendelson, Kübrick y yo, Joseph, podemos jugar, por fin, al póker. Mientras, debatimos ofendidos el asunto del cabo de nuestro regimiento, quien ha partido hace varios días a Berlín para ser instruido en nuevas tácticas y ofensivas militares. Yo pienso que es sólo una excusa, ya que la guerra cada vez anda peor, y a la hora de encontrarnos cara a cara con la afilada guadaña, únicamente estamos los soldados rasos, encontrándose nuestros condenados superiores siempre ausentes a la hora de encarar la muerte.

Hace ya mes y medio que fuimos enviados a Verdún, aunque la batalla comenzó meses antes, en febrero. Creían nuestros compatriotas alemanes que la guerra sería rápidamente vencida ante los franceses. Pensaban que sería como quitar una chocolatina a un niño, un niño que escasos días después contó con la protección y el apoyo de los italianos y los ingleses, y la situación se complicó.

Ahora mismo deberían encontrarse con nosotros, peleando y discutiendo por un trago de whiskey, como mayor apuesta en nuestro juego, Glück, Stephen y Oliver, pero la macabra sonrisa de la muerte, que ríe a causa de intereses políticos y para nada humanos, que es la guerra, nos los arrebató.

Ellos tres, como los tres que estamos ahora mismo presentes, tenemos veinte años; y todos salimos de la misma clase de la escuela superior de bellas artes. Al principio de la guerra podía respirarse en todo el país una sensación de amarga superioridad que nos animaba a participar en ella, haciendo que Alemania recuperase todos sus honores perdidos. Eso mismo se continúa pensando allí, aunque quien lo vea así desde el frente no es humano. Nosotros éramos artistas, no lobos para el hombre, y ninguno es capaz de imaginar, si logramos salir con vida, lo que nuestras conciencias e inteligencia,  demacradas y corrompidas por la guerra, serán capaces de crear. Como artistas, deberíamos representar lo más profundamente humano de nosotros mismos.

Glück murió tras quedar atrapado en el cráter de un obús. Cuando lo vieron esas despiadadas bestias francesas arremetieron a disparos contra él, atrapado cual pequeño roedor en un cepo para ratones.

Stephen contó con un destino muchísimo peor. Hace tres días, mientras escapábamos en retirada de una ofensiva fallida, fue alcanzado por un disparo y cayó al suelo. Pensamos que estaba muerto y no pudimos volver a recogerlo; pero en realidad el disparo le había alcanzado sólo en el tobillo y, al caer, se golpeó la cabeza contra el suelo, quedando inconsciente. Minutos después, ya desde nuestra línea, pudimos comprobar, con el asombro de nuestros ojos, como, a lo lejos, nuestro amigo se ponía en pie. Salí corriendo a recogerlo pero, en ese mismo instante, un francés se le acercó por la espalda, clavándole un puñal y demostrando así su trapero juego.

La última y trágica muerte en mi entorno recayó en la figura de mi querido Oliver y muy amigo de la infancia. Fue herido de bala en un hombro y trasladado posteriormente a enfermería, donde le fue curada la herida que, a los dos días, comenzó a infectarse y tuvieron que amputarle todo el brazo izquierdo. Sin embargo, era demasiado tarde, pues la infección se le había extendido por todo el cuerpo. Todavía recuerdo horrorizado su bella, lustrosa y joven cara sufriendo y luchando por ganar la batalla a la muerte.

Sin duda dicha infección fue causada por culpa de estos desquiciados y locos enfermeros que pueden ser capaces de operar, con un cuchillo del almuerzo a siete personas diferentes... ¡sin ni si quiera haberlo  limpiado previamente con agua! Intervienen a nuestros amigos y compatriotas entre el barro, las ratas y las enfermedades, y claro es que, quien no muere a causa de las heridas, termina falleciendo por las infecciones. Lo más abominable de todo es ver cómo, una vez muertos, los enfermeros y médicos se apropian de sus posesiones... ¡oh, maldita panda de arpías!

Los pocos que quedamos estamos muertos de hambre. No llegan nuestras provisiones, no llegan nuestras cartas... no llega ni sale nada, pues todo es interceptado por el bando enemigo, que nos tiene rodeados y asediados.

Se habla ya de medio millón de muertos entre las potencias aliadas y otro medio millón en nuestro bando, las potencias centrales.

Comienzo ahora mismo a llorar pensando en mis padres, quienes con toda la buena intención del mundo permitieron y aceptaron mi alistamiento en el ejército. Tampoco sé si podré volver a ver a mi querida hermana pequeña, cuyo único recuerdo del que soy poseedor es el abrazo que me dio cuando me disponía a subir al camión que conduciría a nuestro pelotón hacia el frente. Ella me dijo: "Cuídate bien y vuelve pronto, hermanito...".

¡Pronto! ¡Han pasado dos años y todavía continúo aquí, en estas horribles trincheras llenas de cucarachas, ratas, barro y fango que va en aumento cada día a causa de las incesantes lluvias! ¡Son como la mismísima entrada al infierno!

Tampoco sé si llegaré a terminar el libro que comencé a escribir acerca de un detective que por su cuenta capturaba a un temible asesino en serie. Asimismo desconozco si podré acabar aquel retrato de mi novia que dejé a medio, pues  me abandonó dos meses antes de partir a la guerra. La odié tanto en aquel momento... ¡y lo que daría ahora por volver a verla y tenerla entre mis brazos!

Ahora sé que lo peor que puede pasarle a un hombre no es que una mujer le deje... ¡es encontrarse con el mismísimo reflejo de la muerte a dos palmos de tu cabeza! ¡Sólo Dios sabe lo que daría por poder regresar a casa, dormir en mi cama, abrir el cajón y sacar mi inacabada novela, o poner sobre el caballete de madera de pino negro un nuevo lienzo al que dar color!

Mi llanto se ha transmitido a mis compañeros. Todos lloramos en silencio y nos mordemos la lengua. Ninguno sabe quién será el que mañana no se encuentre entre nosotros.

El valor de todo o nada.


Día a día podemos observar a nuestro alrededor como la gente tiende a pavonearse de sus modernísimos teléfonos de alta generación, del coche de 250 CV cuyo alto precio obligó a su dueño a endeudarse, de la camisetita más moderna y cara de Zara e, incluso, de su propio físico. Sí señor, yo soy la niña más mona de todas.

Puede decirse que conferimos demasiado valor a las cosas materiales. Pero, ¿tienen un valor objetivo por sí mismas, o todo su valor, subjetivo, nace de la sociedad y de la apreciación que hacemos de ellas? ¿Qué pasaría si todo el mundo dejase de mirar y alabar a la niña mona? Posiblemente dejaría de ser niña mona, para ella y para todos, y terminaría llorando ante un espejo mientras se pregunta qué ha pasado con su belleza… pasaría a ser una niña rota para ella, e indiferente para el mundo.

En efecto, y como se ha podido deducir, considero que nada tiene valor por sí mismo y no bastando el ejemplo de la infeliz criatura, imaginen la siguiente situación:

En un lugar y un tiempo cualquiera, de la noche a la mañana y tras un ataque nuclear, desaparece todo el mundo de la faz de la tierra salvo un individuo que,  por la causa que sea, se ha encontrado a salvo en ese fatal instante. ¿Tendrá algún sentido tener una fortuna en ese momento? No, pues nuestro personaje en cuestión podrá tomar “prestado” cualquier objeto que desee…  ¿Pero tendrá sentido, no obstante, ir vestido con la mejor ropa? Tampoco si, al fin y al cabo, nadie va a poder verla. ¿Por qué no ir desnudo,  si la temperatura lo permite, pues? ¿Nos hará falta el maravilloso teléfono 3G? ¿Habremos necesidad de ser guapos o feos?

Esto es, la belleza y el valor de los objetos nacen con la existencia de un observador y no sólo eso, si no de la apreciación que él fundamentada en su cultura hace de dicha realidad.

Deberíamos desengañarnos y darle el valor a la vida que de verdad tiene. Formarnos como personas y construir proyectos y metas a los que dar forma y color en lugar de andar preocupados de cosas tan intrascendentes. Al fin y al cabo, algo puede pasar de valerlo todo a no valerlo nada.





domingo, 25 de marzo de 2012

Entre la nada y la eternidad.

Dicen que en ocasiones dos almas parecen estar predestinadas para encontrarse. Cuentan que hay casos en los que nuestro destino parece estar escrito mucho antes del nacimiento y que hagamos lo que hagamos por evadirlo, siempre termina llamando a la puerta de nuestra humilde morada. No sé si ésto será cierto o no, el caso es que lo que me dispongo a contar helará la sangre de muchos, aunque también harán oídos sordos otros tantos.

Era una calurosa y resplandeciente mañana de abril de 1870 y las perfectas cuadrículas de los nuevos ensanches, recientemente edificados por el Plan Cerdá, lucían un aspecto brillante y concurrido. Salí de casa para dirigirme al trabajo, tomé un tranvía, y atravesé las calles de la esplendorosa Barcelona de finales del siglo XIX. El recorrido cesó justo delante de mi destino y, con un leve salto, bajé del armazón de hierro que por aquel entonces eran los tranvías. Limpiando suavemente el sudor que se tornaba por mi rostro y sin ser consciente de todo lo que aquel día, quizá el mejor, o quizá el peor de mi vida me acaecería, atravesé la puerta de entrada del Palacio de la Generalitat, donde tenía un puesto como funcionario público.

-Buenos días, señor Puig -dijo la recepcionista del edificio-.

-Gran día hace hoy Gracia, sí es verdad, aunque ya va siendo hora de que asomen esas nubes cargadas de lluvia que tiempo atrás vienen prometiendo esos ineptos meteorólogos en los distintos periódicos -comenté yo algo resignado-.

Y sin dar rienda suelta a aquella charlatana, continué el camino hacia  mi oficina, lugar en el que me aguardaban pilas y pilas de papeles por clasificar, enviar y firmar. Así pues transcurrió toda la calurosa mañana inmersa en la monotonía del papeleo, que tanto detestaba, pero que tan necesario me resultaba para poder comer y sobrevivir entre la constante lucha que la vida era, hasta la hora de la comida, momento en el que siempre acudíamos los distintos trabajadores al bar de enfrente, un antro que llevaba años pidiendo una reforma, aunque la gran calidad de la cocina y la simpatía de Cerdá, el dueño del local, era inigualable en todo concepto. 

Me senté en una apartada mesa de la esquina más sombría, la del fondo a la derecha y, absorto en mi plato de faves a la catalana, me dediqué a mis más profundos pensamientos sin hacer caso del estruendo característico del bar.

No sé si fue casualidad o la primera de esas jugadas del destino que, justo cuando el camarero se acercaba a servir mi último plato, un buen ejemplar de crema catalana, mi postre favorito y el más dulce de los manjares, apareció ella por detrás. Se trataba de un rostro que, sin jamás haberlo presenciado previamente, me pareció de lo más familiar y conocido; y una belleza que, en apariencia descendida del mismísimo cielo, me sonrió amablemente. En ese momento mi psique reaccionó y me hizo consciente de que se trataba de aquella mujer que iluminaba mis más profundos sueños desde que apenas era un niño.

-¿El señor Puig? -preguntó insegura, sonriente y arqueando una ceja al mismo tiempo-.

-El mismísimo. Dígame, ¿qué puedo ofrecerle?

-Verá, acabo de llegar a la ciudad enviada desde... uhms... mejor será no decirlo. Mi motivo es un traslado laboral y desde hoy en adelante seré su nueva compañera de trabajo. Me dijeron que le buscase para recibir las primeras instrucciones y como puede usted presenciar aquí me tiene. Por cierto, mi nombre es Sofía.

-Encantado de conocerle Sofía -dije mientras cogía y besaba su delicada mano enfundada en un guante de delgada y delicada malla negra, hecho que me extrañó debido al caluroso día-. Acompáñeme mientras termino de comer y después iremos a seguir con el trabajo. Por cierto, ¿ha comido usted ya?

-Sí, muchas gracias, no se preocupe. Venga, dese prisa que le espero.

Y así resultó la venida a mi conocimiento de ella. Terminé de comer y volvimos de nuevo al Palacio de la Generalitat, donde transcurrió toda la tarde de manera un tanto atípica, pues no estaba acostumbrado a profesar el oficio de instructor; y, entre papel y papel, nuestras manos comenzaron a mantener un contacto cada vez mayor y una extraña sensación se apiadaba de mí: creo que comenzaba a enamorarme. Terminamos el trabajo y le ofrecí una invitación para ir a cenar, ante la cual al principio renegó, pero tras unos segundos de reflexión aceptó de buen gusto.

Cogimos otro tranvía y fuimos a cenar al restaurante Can Culleretes, el más antiguo de la ciudad hasta la fecha, abierto en 1768 y sin duda uno de los mejores. Durante el transcurso de la cena, ella confesó:

-Sabe señor Puig, su rostro me resulta tremendamente familiar, es como si le conociese de toda la vida y estoy segura de que nunca antes nos hemos visto, ¿no cree usted?

-Es una tremenda casualidad, Sofía, que a mí me sucede lo mismo con usted, nunca la había presenciado y parezco conocerla desde la infancia. Es extraño...

Poco a poco la cena fue sucediéndose sin demasiada novedad hasta el momento en que pasó lo totalmente imprevisible. Habíamos bebido demasiadas copas de vino de más y ella reveló que estaba locamente enamorada de mí desde el momento en el que había aparecido ante sus ojos esa mañana, ante lo cual yo respondí, como era de esperar, exactamente lo mismo. Casi sin darnos cuenta nos fundimos en un maravilloso beso, venido de película, que me pareció exótico, eterno y tierno, pero agreste, fugaz y violento al mismo tiempo.

Una vez dada la cuenta, y excesivamente ebrios bajo efecto del alcohol, salimos del restaurante y nos encomendamos a un nocturno y tranquilo paseo, cogidos de la mano mientras la suave brisa del mar acariciaba nuestro gesto, a lo largo de todo el Paseo Colón, que se sucedía solitario marcando el contorno del puerto. Llegamos a la orilla del muelle, el exacto punto que hacía de frontera entre el cálido asfalto de la tremenda ciudad, y la templada agua del mar.

-Te amo demasiado a pesar de conocerte solo un día y jamás podría permitirme perderte. Nunca lo superaría. Sería como si arrancasen una parte de mi cuerpo -dijo ella melancólica, trabando las palabras entre la lengua.

Y en ese momento me empujó y caí al agua para, acto seguido, saltar ella a mi encuentro. Ninguno de los dos sabíamos nadar y, los apenas veinte metros de profundidad fueron suficientes para que nuestros pulmones se llenasen de agua y ambos muriésemos ahogados.

Al día siguiente nuestros cuerpos fueron encontrados por un pescador que salía a faenar y se nos ofició un entierro modesto en la Parroquia de Sant Oleguer.

Ahora nuestros cuerpos descansan en el Cementerio de Montjuïc como algo totalmente ajeno a nosotros, quienes nos encontramos en un lugar que nunca antes habíamos presenciado, un sitio lejano, situado entre el frío y el calor, entre el cielo y el infierno, entre el mar y el cielo más allá del horizonte. Un lugar en el que nuestras almas estarán unidas para siempre.

domingo, 11 de marzo de 2012

Un diálogo.

En concurrido café de una atestada y ruidosa ciudad, hallábamosnos mi querido interlocutor y yo.

-¿Tienes miedo a la muerte? -le pregunté.

-Por supuesto que sí, la vida es muy bella y debe ser horrible despedirse de ella... no quiero ni imaginarlo -me respondió muy convencido.

-Curiosa respuesta, pero muy poco sensata e inteligente -argumenté con aires de superioridad.

-Y tú, mi querido amigo, ¿qué opinas de ello? -añadió.

-Yo no he elegido nacer y seguro estoy de que nadie lo ha elegido, por ello tampoco me corresponde ni voy a ser yo quien va a elegir morir, pues considero que la vida o la muerte es obra de la naturaleza, que es sabia y como un sabio griego afirmó, no hace nada "en vano".

-Y cuando alguien decide suicidarse, ¿acaso no se está quitando la vida él mismo? -procedió a preguntarme con aspecto desorientado.

-Oh sí, los suicidios... bien he de decirte compañero que éstos quedan fuera de nuestro diálogo pues la persona que decide acabar con su propia vida no es miedo a la muerte de lo que goza, sino miedo a la propia vida, a una quiebra empresarial, a perder su trabajo, a una muerte ajena o a un sueño roto... Pues bien, son las propias cosas de la vida las que deben darnos furor, y no las de la muerte, pues como otro sabio poeta dijo "la muerte es algo que no hay que temer, porque mientras somos la muerte no es y, cuando la muerte es, nosotros no somos". Así pues, la muerte debe ser algo totalmente ajeno a nosotros, que sea obra y decisión exclusiva de la naturaleza.

-Muy bien amigo, razón llevas y mérito te he, que todos debiésemos pensar como usted -respondió convencido tras mi monólogo.

-Además -repliqué- observarás que la vida tiene mejor sabor si no tememos a la no existencia y dedicamos ese tiempo al pensamiento de otras cosas más productivas que conduzcan nuestros pasos, en vez de a esas pesquisas que no conducen a nada.

Acto seguido, marché a dar pago de nuestros cafés y concluyó nuestra ilustre conferencia.

sábado, 7 de enero de 2012

Fuego: cuidado que quema.

Crecía el dolor. Poco a poco aquella sensación espeluznante que erizaba todo el vello de mi cuerpo me hizo enloquecer hasta tal punto que dejé de ser persona para transformarme en una bestia animal. Mi único propósito era hacer parar ese dolor que hacía arder mis entrañas. No me importaba lo que tuviese que afrontar para vencerlo, aunque ello superase los límites de lo tremendamente humano y racional...

Sin pensarlo dos veces me atreví a contemplarme al espejo... ¡Tremenda criatura desconocida por mi psique! ¿Qué era aquel ente demoniaco que tenía frente a mis ojos? ¿Podía ser capaz de haber olvidado la causa que me había transformado en aquello? No me contenté con ello... ¡no! Un sonido gutural salió de mis cuerdas vocales, un sonido que sonaba tal como lo emitiría el oso que se encuentra amenazado y que hizo estremecer toda la estructura de la casa e, incluso, a mí mismo.
Con lo que me pareció ser un leve empujón, traté de abrir la puerta de la calle y, ¿cuál fue mi sorpresa entonces? Mi fuerza se había visto intensificada como un poderoso animal, y la puerta salió despedida con tal violencia, que rompió la ventanilla de un taxi que circulaba por la misma puerta de mi domicilio y cortó, con la precisión de un corte transversal en una muestra de laboratorio, de un tajo completamente limpio, la cabeza del conductor del vehículo, que quedó tirada en el suelo observándome con tal expresión de horror en sus ojos que todavía me hizo enloquecer aún más.

¡Dios Todopoderoso! ¿Qué demonios me estaba ocurriendo? ¿Qué había sido del bueno de Bryan, aquel minucioso trabajador de la compañía ferroviaria de Nueva Inglaterra? Definitivamente, no pude identificarme conmigo mismo, nunca jamás pude hacerlo.

Traté de hallar respuesta en mis sueños. Confíé en que descansando un rato, se me pasaría todo aquello. Así pues, volví a entrar en casa y me eché sobre la destartalada cama, que seguía sin hacer desde esa misma mañana, desde la última vez que, podría decirse, había sido humano.

Mi sueño únicamente logró aumentar el sentimiento de horror. Cuando por fin pude conciliarlo, extrañas figuras y formas, que nunca antes había presenciado, acudieron a mi encuentro. ¿Qué escalofriante desafío estaba tendiéndome mi psique? Era un esclavo de mi cerebro, de mi imaginación, de mi consciencia y, quizá... de mi subconsciencia. Como decía, extrañas visiones, procedentes del mismísimo infierno se daban cita en mi mente en aquel momento. Un mar de llamas y criaturas con los rasgos totalmente distorsionados salían a mi encuentro, un poderoso séquito de siervos del mal me hostigaba y, con voces venidas de ultratumba, reían de mi desafortunada suerte. 

Entre gritos desperté de aquella macabra pesadilla. Sentí el sudor enfriándose sobre mi pecho, esa sensación mezcla de frío y de calor que nos impide volver a conciliar el sueño. Pensé que sería mejor cambiarme de ropa antes de caer enfermo y, cuando me levanté de la cama, volví a sentir de nuevo aquel dolor y desconocimiento que me invadieron antes de dormir. Pasé por el espejo y, de la misma manera que acaeciera la vez anterior, volví a contemplarme como un extraño dentro de mí mismo.

Un poco más despejado, tuve una escasa tregua en mi sufrimiento que me resultó suficiente para meditar y reflexionar por unos minutos sobre mi situación. Conocedor de los trabajos de Freud acerca del subconsciente humano y del mecanismo de defensa con constituye nuestro sueño frente a los estímulos externos que tratan de alterarlo, supe que había algo que se estaba manifestando y que no podía ver o sentir, pero, por pura intuición, supe que cada vez estaba más cerca de mí.

En ese mismo momento sentí su cálido aliento sobre mi nuca, me di la vuelta y le ví allí, inmenso y fijo, observándome. Nunca debí haber jugado con fuego, nunca debí haber hecho caso a aquellos amigos, si se los podía llamar así, que me hicieron participar en una de sus cotidianas sesiones de "ouija" que llevaban a cabo todos los jueves por la noche, en la casa abandonada de la abuela de Peter. Aquel misterioso juego acababa de popularizarse. Estábamos a principios del siglo XX y ninguno creía que pudiese causar males mayores. Todos pensábamos que simplemente jugaba con lo más profundo de nuestra mente y era capaz de aflorarlo a nuestra consciencia. Nunca debí haber caído en semejante trampa. Ya era demasiado tarde.

Sus palabras sonaron oscuras y cálidas a la vez, venidas del mismísimo infierno. Me dijo que venía a recuperar lo que era suyo y, con la mismísima rapidez de la luz, aquella criatura se adueñó de mí.

En aquel mismo instante desaparecí de mi habitación para nunca más regresar. Todo quedó intacto, tal cual lo había dejado, la cama sin hacer, la puerta de la calle tendida sobre el asfalto y las ventanas abiertas de par en par mientras yo me encontraba ya viajando. Acababa de comenzar el camino hacia el lugar en el que la oscuridad puede confundirse con la luz, y el mal con el bien, pues no existen. Sólo horror, sufrimiento y dolor. Había llegado. Estaba en el mismísimo Infierno.

martes, 3 de enero de 2012

Un sentimiento.


Era agradable sentir que se cumplían mis objetivos. Ya por aquel entonces mi ser experimentaba un completo sentimiento de felicidad: sabía que cada paso que daba me aproximaba cada vez más hacia mis metas, mis últimos y completos objetivos. Todos los días me despertaba con la profunda ilusión que te hace dar un leve suspiro tras abrir los párpados por primera vez.

Esta sensación se prolongó durante años hasta que, sin saber cómo ni por qué, me sumergí en un profundo letargo emocional. Había desaparecido la chispa de mi vida, o eso creía. Todos decían que había cambiado y yo, cual enfermo metal que se muestra ignorante y desconoce su mal, me dedicaba a negar rotundamente, a decir que no a sus ofensas hasta el punto de enloquecer.

Ahora sé que me equivocaba, que en aquellos ásperos momentos me estaba dejando guiar por mi corazón y no por mi intelecto. Puedo ser capaz de mirar hacia el futuro y orientar mis actos del presente para alcanzar mis objetivos. He comprendido que el tiempo es un papel en blanco que se nos presta voluntarioso bajo efecto de que escribamos sobre él las circunstancias que se ofrezcan a nuestro libre deseo.

Soy capaz de levantar la cabeza con orgullo al cielo y afirmar,  con la seguridad de la existencia misma, que son nuestros sueños los que nos ayudan a vivir la vida y tratar de alcanzar nuestros objetivos sin mirar hacia atrás, que no se puede seguir viviendo sin ellos y que la vida es sueño y, los sueños, sueños son.