domingo, 25 de marzo de 2012

Entre la nada y la eternidad.

Dicen que en ocasiones dos almas parecen estar predestinadas para encontrarse. Cuentan que hay casos en los que nuestro destino parece estar escrito mucho antes del nacimiento y que hagamos lo que hagamos por evadirlo, siempre termina llamando a la puerta de nuestra humilde morada. No sé si ésto será cierto o no, el caso es que lo que me dispongo a contar helará la sangre de muchos, aunque también harán oídos sordos otros tantos.

Era una calurosa y resplandeciente mañana de abril de 1870 y las perfectas cuadrículas de los nuevos ensanches, recientemente edificados por el Plan Cerdá, lucían un aspecto brillante y concurrido. Salí de casa para dirigirme al trabajo, tomé un tranvía, y atravesé las calles de la esplendorosa Barcelona de finales del siglo XIX. El recorrido cesó justo delante de mi destino y, con un leve salto, bajé del armazón de hierro que por aquel entonces eran los tranvías. Limpiando suavemente el sudor que se tornaba por mi rostro y sin ser consciente de todo lo que aquel día, quizá el mejor, o quizá el peor de mi vida me acaecería, atravesé la puerta de entrada del Palacio de la Generalitat, donde tenía un puesto como funcionario público.

-Buenos días, señor Puig -dijo la recepcionista del edificio-.

-Gran día hace hoy Gracia, sí es verdad, aunque ya va siendo hora de que asomen esas nubes cargadas de lluvia que tiempo atrás vienen prometiendo esos ineptos meteorólogos en los distintos periódicos -comenté yo algo resignado-.

Y sin dar rienda suelta a aquella charlatana, continué el camino hacia  mi oficina, lugar en el que me aguardaban pilas y pilas de papeles por clasificar, enviar y firmar. Así pues transcurrió toda la calurosa mañana inmersa en la monotonía del papeleo, que tanto detestaba, pero que tan necesario me resultaba para poder comer y sobrevivir entre la constante lucha que la vida era, hasta la hora de la comida, momento en el que siempre acudíamos los distintos trabajadores al bar de enfrente, un antro que llevaba años pidiendo una reforma, aunque la gran calidad de la cocina y la simpatía de Cerdá, el dueño del local, era inigualable en todo concepto. 

Me senté en una apartada mesa de la esquina más sombría, la del fondo a la derecha y, absorto en mi plato de faves a la catalana, me dediqué a mis más profundos pensamientos sin hacer caso del estruendo característico del bar.

No sé si fue casualidad o la primera de esas jugadas del destino que, justo cuando el camarero se acercaba a servir mi último plato, un buen ejemplar de crema catalana, mi postre favorito y el más dulce de los manjares, apareció ella por detrás. Se trataba de un rostro que, sin jamás haberlo presenciado previamente, me pareció de lo más familiar y conocido; y una belleza que, en apariencia descendida del mismísimo cielo, me sonrió amablemente. En ese momento mi psique reaccionó y me hizo consciente de que se trataba de aquella mujer que iluminaba mis más profundos sueños desde que apenas era un niño.

-¿El señor Puig? -preguntó insegura, sonriente y arqueando una ceja al mismo tiempo-.

-El mismísimo. Dígame, ¿qué puedo ofrecerle?

-Verá, acabo de llegar a la ciudad enviada desde... uhms... mejor será no decirlo. Mi motivo es un traslado laboral y desde hoy en adelante seré su nueva compañera de trabajo. Me dijeron que le buscase para recibir las primeras instrucciones y como puede usted presenciar aquí me tiene. Por cierto, mi nombre es Sofía.

-Encantado de conocerle Sofía -dije mientras cogía y besaba su delicada mano enfundada en un guante de delgada y delicada malla negra, hecho que me extrañó debido al caluroso día-. Acompáñeme mientras termino de comer y después iremos a seguir con el trabajo. Por cierto, ¿ha comido usted ya?

-Sí, muchas gracias, no se preocupe. Venga, dese prisa que le espero.

Y así resultó la venida a mi conocimiento de ella. Terminé de comer y volvimos de nuevo al Palacio de la Generalitat, donde transcurrió toda la tarde de manera un tanto atípica, pues no estaba acostumbrado a profesar el oficio de instructor; y, entre papel y papel, nuestras manos comenzaron a mantener un contacto cada vez mayor y una extraña sensación se apiadaba de mí: creo que comenzaba a enamorarme. Terminamos el trabajo y le ofrecí una invitación para ir a cenar, ante la cual al principio renegó, pero tras unos segundos de reflexión aceptó de buen gusto.

Cogimos otro tranvía y fuimos a cenar al restaurante Can Culleretes, el más antiguo de la ciudad hasta la fecha, abierto en 1768 y sin duda uno de los mejores. Durante el transcurso de la cena, ella confesó:

-Sabe señor Puig, su rostro me resulta tremendamente familiar, es como si le conociese de toda la vida y estoy segura de que nunca antes nos hemos visto, ¿no cree usted?

-Es una tremenda casualidad, Sofía, que a mí me sucede lo mismo con usted, nunca la había presenciado y parezco conocerla desde la infancia. Es extraño...

Poco a poco la cena fue sucediéndose sin demasiada novedad hasta el momento en que pasó lo totalmente imprevisible. Habíamos bebido demasiadas copas de vino de más y ella reveló que estaba locamente enamorada de mí desde el momento en el que había aparecido ante sus ojos esa mañana, ante lo cual yo respondí, como era de esperar, exactamente lo mismo. Casi sin darnos cuenta nos fundimos en un maravilloso beso, venido de película, que me pareció exótico, eterno y tierno, pero agreste, fugaz y violento al mismo tiempo.

Una vez dada la cuenta, y excesivamente ebrios bajo efecto del alcohol, salimos del restaurante y nos encomendamos a un nocturno y tranquilo paseo, cogidos de la mano mientras la suave brisa del mar acariciaba nuestro gesto, a lo largo de todo el Paseo Colón, que se sucedía solitario marcando el contorno del puerto. Llegamos a la orilla del muelle, el exacto punto que hacía de frontera entre el cálido asfalto de la tremenda ciudad, y la templada agua del mar.

-Te amo demasiado a pesar de conocerte solo un día y jamás podría permitirme perderte. Nunca lo superaría. Sería como si arrancasen una parte de mi cuerpo -dijo ella melancólica, trabando las palabras entre la lengua.

Y en ese momento me empujó y caí al agua para, acto seguido, saltar ella a mi encuentro. Ninguno de los dos sabíamos nadar y, los apenas veinte metros de profundidad fueron suficientes para que nuestros pulmones se llenasen de agua y ambos muriésemos ahogados.

Al día siguiente nuestros cuerpos fueron encontrados por un pescador que salía a faenar y se nos ofició un entierro modesto en la Parroquia de Sant Oleguer.

Ahora nuestros cuerpos descansan en el Cementerio de Montjuïc como algo totalmente ajeno a nosotros, quienes nos encontramos en un lugar que nunca antes habíamos presenciado, un sitio lejano, situado entre el frío y el calor, entre el cielo y el infierno, entre el mar y el cielo más allá del horizonte. Un lugar en el que nuestras almas estarán unidas para siempre.

domingo, 11 de marzo de 2012

Un diálogo.

En concurrido café de una atestada y ruidosa ciudad, hallábamosnos mi querido interlocutor y yo.

-¿Tienes miedo a la muerte? -le pregunté.

-Por supuesto que sí, la vida es muy bella y debe ser horrible despedirse de ella... no quiero ni imaginarlo -me respondió muy convencido.

-Curiosa respuesta, pero muy poco sensata e inteligente -argumenté con aires de superioridad.

-Y tú, mi querido amigo, ¿qué opinas de ello? -añadió.

-Yo no he elegido nacer y seguro estoy de que nadie lo ha elegido, por ello tampoco me corresponde ni voy a ser yo quien va a elegir morir, pues considero que la vida o la muerte es obra de la naturaleza, que es sabia y como un sabio griego afirmó, no hace nada "en vano".

-Y cuando alguien decide suicidarse, ¿acaso no se está quitando la vida él mismo? -procedió a preguntarme con aspecto desorientado.

-Oh sí, los suicidios... bien he de decirte compañero que éstos quedan fuera de nuestro diálogo pues la persona que decide acabar con su propia vida no es miedo a la muerte de lo que goza, sino miedo a la propia vida, a una quiebra empresarial, a perder su trabajo, a una muerte ajena o a un sueño roto... Pues bien, son las propias cosas de la vida las que deben darnos furor, y no las de la muerte, pues como otro sabio poeta dijo "la muerte es algo que no hay que temer, porque mientras somos la muerte no es y, cuando la muerte es, nosotros no somos". Así pues, la muerte debe ser algo totalmente ajeno a nosotros, que sea obra y decisión exclusiva de la naturaleza.

-Muy bien amigo, razón llevas y mérito te he, que todos debiésemos pensar como usted -respondió convencido tras mi monólogo.

-Además -repliqué- observarás que la vida tiene mejor sabor si no tememos a la no existencia y dedicamos ese tiempo al pensamiento de otras cosas más productivas que conduzcan nuestros pasos, en vez de a esas pesquisas que no conducen a nada.

Acto seguido, marché a dar pago de nuestros cafés y concluyó nuestra ilustre conferencia.