domingo, 23 de junio de 2013

Carbón y sangre.

  Corría el día cuatro de octubre de 1934. La esperada sirena que anunciaba el fin del turno de trabajo sonó a las ocho de la tarde. Con la cara caída, una mueca de frustración y cansancio, y todo el cuerpo teñido del polvo negro del carbón, los mineros nos dirigíamos en tropel a la salida. Una débil lluvia que había convertido la tierra en un lodazal se mezclaba con la suave brisa del Cantábrico. Al intenso olor a carbón y tierra mojada había que sumar algo distinto, que se había estado gestando durante meses, e incluso años, y que ahora amenazaba con estallar de un momento a otro. Era el olor de la revolución.

  Todos nosotros, naturales de Avilés y conocidos y amigos desde la infancia, habíamos abandonado el colegio cuando nuestros años de vida apenas llegaban a una década. Como era costumbre desde tiempos muy lejanos, heredado por nuestros padres y abuelos, y ahora por nosotros, nuestro lugar era la mina. Desde el día de nuestro nacimiento allí estaba ella, al igual que la muerte, esperando con su afilada guadaña, un destino casi seguro del que sólo los más acomodados podían escapar, para cursar estudios superiores y dedicarse a la enseñanza o la medicina. Nosotros no teníamos tanta suerte. Toda nuestra vida, nuestro ocio, y posiblemente nuestra tumba era la Mina de Arnao, a un par de kilómetros del pueblo.

  Los días consistían en trabajar desde bien temprano y afrontar la larga caminata de casa a la mina. Por la mañana podía aguantarse, pero la de la tarde era una auténtica tortura. Nuestras escasas fuerzas quedaban en la mina y el retorno se convertía en una auténtica aventura. Si al agotamiento físico sumamos las malas condiciones de vida, la insalubridad de nuestros hogares, la escasa capacidad adquisitiva y la escasez de comida, nuestra vida era un auténtico infierno terreno.

  Con la instauración de la República en abril de 1931 y las posteriores reformas laborales que Largo Caballero decretó desde el Ministerio de Trabajo, y la ansiada Reforma Agraria que había sido aprobada con muchas dificultades en septiembre de 1932, los sectores más indefensos de la sociedad habíamos recuperado la esperanza, la motivación y las ganas de seguir adelante. Pero los resultados no fueron tan satisfactorios como esperábamos y en el día de ayer, los ultraderechistas conservadores de la CEDA habían conseguido que el gobierno de Lerroux les otorgase tres ministerios. El régimen democrático y constitucional, y las ventajosas reformas para nosotros, pero odiadas por la burguesía y la alta sociedad, se veían gravemente amenazadas. Esta fue la chispa que prendió la mecha y que se extendió como un reguero de pólvora.

  A la mañana siguiente, la plaza del pueblo estaba llena de banderas rojas, multitudes con el puño en alto cantando el himno de la Internacional y numerosos símbolos de apología comunista, marxista y anarquista. El ayuntamiento y el cuartel de la Guardia Civil habían sido tomados por el Comité de Huelga Revolucionario, que había sido instaurado esa misma mañana. Al mando se encontraba Alianza Obrera, una coalición de fuerzas socialistas, cenetistas y ugetistas. Aunque bien conocidas eran las discrepancias entre socialistas y comunistas y anarquistas, ante la situación las diferencias quedaban aparcadas. Todos eran humanos. Hambrientos y cansados de su mala situación. ¿Bastaba algún motivo más? 

  El ejemplo cundió por toda la región asturiana. Entre los días cinco y diecinueve del mes de octubre se vivió una verdadera revolución que consiguió, entre otras cosas, derribar los poderes locales y la hegemonía de la alta sociedad y contentar al pueblo, que venía ansiando el momento desde mucho tiempo atrás. Sin embargo, el gobierno central lo consideró una grave amenaza y reaccionó duramente y con crudeza. Se envió al lugar a parte del ejército de África, cuyos legionarios consiguieron imponer la violencia y el terror. Lo que había comenzado como una reivindicación se convirtió en una cruenta guerra en la que el propio gobierno atacaba a sus ciudadanos. Unas dos mil personas fueron asesinadas y entre quince mil y treinta mil fuimos detenidos.

  Si ya aquellos largos días se tornaron muy difíciles de olvidar, el día que me detuvieron cambiaría mi vida por completo. Fue el día veinte, ya sofocada la insurrección y aprovechado el ambiente de agotamiento por parte del gobierno para realizar una profunda investigación y detener a todo aquel implicado o que tuviese algo que ver con el conflicto. En aquel momento tenía treinta años y desde hacía al menos diez había estado afiliado a la CNT. Era el anarquismo la postura con la que más me identificaba y que consideraba más justa para todos. Un mundo de iguales, sin ficciones sociales que creasen diferencia. Una convivencia basada en lo natural y biológico del hombre, sin distorsiones ni engaños.  Por mi antigüedad en el sindicato me nombraron miembro del Comité de Huelga de Avilés y, junto con el resto de miembros, fui detenido.

  Con la mina cerrada indefinidamente, todos nos habíamos quedado sin trabajo y aquella mañana estaba en casa de mis padres, donde todavía residía a falta de una esposa con la que crear una familia, desayunando mientras leía un ejemplar de prensa cenetista en el que se narraban los transcursos y consecuencias de la revolución. Sin molestarse en llamar a la puerta, un grupo armado de cuatro legionarios se contentó con derribar la puerta, entrar al salón y, sin explicación ninguna, gritar: "Las manos en alto, está usted detenido, jodido rojo anarquista". Me vendaron los ojos y me subieron a una camioneta, donde me acompañaban más paisanos y en la que llevamos a cabo un horrible viaje de un par de horas.

  Desperté en una fría y húmeda celda, con tres desconocidos compañeros más, que se convertirían en mi única distracción y mis mejores amigos durante los casi dos años que duraría mi cautiverio. Nunca conseguimos saber a ciencia cierta el lugar en el que nos encontrábamos. Unos decían que era Madrid, la capital de España, y otros pensaban que estábamos en la terrible prisión de Montjuic en Barcelona. El misterio se resolvió en febrero de 1936 cuando el nuevo gobierno de Frente Popular liberó a los presos políticos implicados en las revueltas que en 1934 habían sacudido España, especialmente en Asturias y Cataluña. Era Barcelona el lugar en el que habíamos pasado aquellos dos largos años.

  Sin ningún lugar al que ir, con el frío del invierno llegando hasta el fondo de mis huesos, me encontraba en una inmensa y desconocida ciudad. Se iniciaba entonces el camino de regreso a casa, que me llevaría dos largos meses, pues mi escasa cultura me hacía desconocedor de la geografía española. Viajaba a pie, por fríos y polvorientos caminos. Cuando podía, robaba hortalizas de las huertas que veía a mi paso y aprovechaba toda oportunidad y caridad ajena para conseguir algo de comida. En ocasiones también lograba que algunos viajeros me llevasen parte del camino en sus coches o camiones.
 
  Al fin, estaba de nuevo en Avilés, en casa de mis padres, como siempre. Me recibieron con gran alegría y estupor. Según les había dicho alguien, era muy probable que hacia aquellas alturas ya me encontrase muerto. Disfruté del hogar, de los amigos y volví a la mina, que había sido abierta de nuevo. Mi vida continuaba siendo igual de mala que siempre, pero tras las penurias que había sufrido durante aquellos años, me alegraba de poder estar con los míos, al menos.

  El clima de normalidad duraría muy poco tiempo. El 18 de julio de ese mismo año la derecha militar y el sector africanista se levantaron en armas. Se iniciaba una verdadera guerra entre españoles que haría correr auténticos ríos de sangre. Los sucesos de 1934 apenas habían sido un preludio. Una nota a pie de página de lo que ahora se acercaba.

                                                                   

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