Naces, creces, te reproduces y mueres. Ese es el ciclo vital
que el mundo “vivo” sigue. Nutrición, relación y reproducción. Son estas las
tres funciones vitales que todo organismo “vivo” sigue. Está claro, son
principios básicos, fáciles de comprender y de recordar. Tan fáciles que forman
parte de las primeras cosas que todos nosotros aprendemos. ¿Pero es tan
sencillo? ¿Podríamos basar nuestra existencia en cumplirlos? ¿Estaríamos
plenamente realizados? ¿Lograríamos autotrascendernos? Buenas preguntas para
buenas respuestas.
Evidentemente, y aunque algunos “especímenes” limiten a eso
su existencia, la respuesta es no. El ser humano no forma parte de lo “vivo”,
porque constituye una realidad, un nivel de evolución único e incomparable a
ningún ser conocido hasta el momento, lo que nos dota de un potencial inigualable.
Esto tiene una gran desventaja, pero una gran ayuda si somos capaces de
aprovecharlo.
Desde el momento de nuestro nacimiento somos arrojados al
mundo. Somos nacidos –porque no nacemos, nos nacen- en “pañales”. Y ni si
quiera eso. Venimos en pañales si tenemos a quien nos los ponga. Si no, nacemos
desnudos. Tan desnudos que la propia naturaleza podría mofarse de nosotros:
vaya un ser que tan superior se cree, y no es capaz de sobrevivir ni unas horas
si no tiene a alguien que se encargue de él. Es cierto, bien cierto. Por más
reflejos innatos y condicionamiento que la neurología y la psicología evolucionista
hayan descubierto y estudiado, si no tenemos a quien nos de la leche, por más
reflejo de succión que tengamos estaremos muertos. Y bien pronto.
En palabras de Sartre, “la existencia precede a la esencia”.
En palabras de Hume, “la mente es como un papel en blanco”. En palabras de
Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias”. En palabras de Machado, “nada
trajimos, nada llevaremos”. Distintas palabras, distintos morfemas, distinta
sintaxis para plasmar un mismo dilema: estamos solos ante una vida que
construir, que resolver, que recorrer y, sobre todo, que vivir. Así es, amigos.
Por muchos reflejos, por mucha evolución a nuestras espaldas que llevemos, la
naturaleza, nuestro genoma, nos ha dejado solos. Nos ha privado de un instinto
que nos guíe. Nos ha dado la libertad. Qué putada. Pero qué bonito, ¿verdad?
De esta manera, no hay ninguna definición sobre qué es el
hombre, simplemente será –porque tiene la potencia para obrar y convertirse- lo
que quiera. No tenemos ninguna base para establecer un objetivo, un fin, algo
que perfectamente nos catalogue, clasifique y reconozca. Al menos por ahora,
aunque la evolución es muy larga. Y es que por mucho que Aristóteles dijese que
el fin último es la felicidad, el fin de los fines, el fin en sí mismo; hay
muchas personas –más ahora- luchando por un pedazo de comida que llevarse a sus
vientres. Y con eso se conforman. Qué más les da a ellos ser felices. Lo único
que quieren es vivir.
¿Y por qué? Pues porque es esta continuidad en la vida lo
que les permitirá, aunque ellos no lo sepan, alcanzar la realización, que sí es
el fin último que todos perseguimos. Y que no es lo mismo que la felicidad,
aunque pueda ésta venir cogida de la mano de la realización. Es Maslow, es la
jerarquía de las necesidades humanas. Algo muy simple y fácil de entender. Si
se conoce, se encuentra sentido a prácticamente todo el comportamiento y acción
humana. Pero no es mi objetivo hablar de la pirámide de las necesidades
maslowiana, sino volver al asunto de cabeza. Una vida sin resolver, una vida
llena de problemas, de quebraderos de cabeza, de metas que cumplir, de
proyectos que realizar, de una libertad y potencia absoluta para realizarlo –y para
realizarnos-. Es muy sencillo, muy bonito decirlo. Parece fácil ¿no es así?
Pero además de la incertidumbre y de los problemas que
salvar, hay una dificultad añadida: la libertad trae intrínseca en sí misma la
responsabilidad. Y es ahí donde se concentran los mayores problemas. Es ahí
donde la gente se ha inventado religiones, destinos y fatalidades a las que
culpar cuando se equivocan, cuando algo va mal, cuando algo de improviso se
presenta. Retomo palabras de Sartre y os recuerdo que obrar así es “obrar de
mala fe”.
Compasión y pena siento por aquellos que se lamentan de su
situación y se rinden a la apatía y a la pasividad. Por quienes se excusan
diciendo “no tiene nada, nació en la familia equivocada”, “qué culpa tendrá, si
no ha tenido oportunidades”, “qué mala suerte tengo, si es que no me sale nada
bien, debería dejar de intentarlo”, “esto es muy difícil, no me merece la pena”.
No, no y no. Gran error. Uno siempre tiene medios para lograr lo que se
propone, para prosperar, para cumplir sus sueños. El mundo capitalista tiene
defectos, sí, pero también miles de oportunidades. En contra de lo que se cree,
este mundo no premia al que nace en el lugar “acertado”, no, estos acaban yendo
a pique si no ponen de su parte. Este mundo, nuestro mundo –por haber nacido
gracias al azar en él, y ya llevamos algo de ventaja con ello- premia al que se
esfuerza, al que lucha, al que sangra, al que se mata por lo que quiere. Y
créanme, lo acaba consiguiendo.
Es cierto, que de una forma u otra, nos encontramos dentro
de unas circunstancias determinadas en cada uno de los distintos momentos de
nuestras vidas. Circunstancias que nos condicionan –y que en ningún caso nos
determinan- para ser lo que somos. Llevamos siempre ese pedacito en nosotros,
pero podemos superarlo. En serio, podemos hacerlo. Es difícil cambiar a lo que
nos rodea, pero es muy fácil cambiarnos a nosotros mismos y a la forma en la
que interactuamos con ello.
No sabemos a dónde nos lleva la vida una vez se acaba, ni
qué acaba siendo de todo lo que dejamos hecho durante nuestro paso. Pero sí
sabemos que cumplir nuestros proyectos, que dar sentido a todo y mantener una
actitud activa y positiva nos deja un muy buen sabor de boca. Es lo que nos
hace realizarnos y ser felices al fin y al cabo. Qué mejor cosa que eso.
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