sábado, 20 de septiembre de 2014

Existir.



Naces, creces, te reproduces y mueres. Ese es el ciclo vital que el mundo “vivo” sigue. Nutrición, relación y reproducción. Son estas las tres funciones vitales que todo organismo “vivo” sigue. Está claro, son principios básicos, fáciles de comprender y de recordar. Tan fáciles que forman parte de las primeras cosas que todos nosotros aprendemos. ¿Pero es tan sencillo? ¿Podríamos basar nuestra existencia en cumplirlos? ¿Estaríamos plenamente realizados? ¿Lograríamos autotrascendernos? Buenas preguntas para buenas respuestas.

Evidentemente, y aunque algunos “especímenes” limiten a eso su existencia, la respuesta es no. El ser humano no forma parte de lo “vivo”, porque constituye una realidad, un nivel de evolución único e incomparable a ningún ser conocido hasta el momento, lo que nos dota de un potencial inigualable. Esto tiene una gran desventaja, pero una gran ayuda si somos capaces de aprovecharlo.

Desde el momento de nuestro nacimiento somos arrojados al mundo. Somos nacidos –porque no nacemos, nos nacen- en “pañales”. Y ni si quiera eso. Venimos en pañales si tenemos a quien nos los ponga. Si no, nacemos desnudos. Tan desnudos que la propia naturaleza podría mofarse de nosotros: vaya un ser que tan superior se cree, y no es capaz de sobrevivir ni unas horas si no tiene a alguien que se encargue de él. Es cierto, bien cierto. Por más reflejos innatos y condicionamiento que la neurología y la psicología evolucionista hayan descubierto y estudiado, si no tenemos a quien nos de la leche, por más reflejo de succión que tengamos estaremos muertos. Y bien pronto.

En palabras de Sartre, “la existencia precede a la esencia”. En palabras de Hume, “la mente es como un papel en blanco”. En palabras de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias”. En palabras de Machado, “nada trajimos, nada llevaremos”. Distintas palabras, distintos morfemas, distinta sintaxis para plasmar un mismo dilema: estamos solos ante una vida que construir, que resolver, que recorrer y, sobre todo, que vivir. Así es, amigos. Por muchos reflejos, por mucha evolución a nuestras espaldas que llevemos, la naturaleza, nuestro genoma, nos ha dejado solos. Nos ha privado de un instinto que nos guíe. Nos ha dado la libertad. Qué putada. Pero qué bonito, ¿verdad?

De esta manera, no hay ninguna definición sobre qué es el hombre, simplemente será –porque tiene la potencia para obrar y convertirse- lo que quiera. No tenemos ninguna base para establecer un objetivo, un fin, algo que perfectamente nos catalogue, clasifique y reconozca. Al menos por ahora, aunque la evolución es muy larga. Y es que por mucho que Aristóteles dijese que el fin último es la felicidad, el fin de los fines, el fin en sí mismo; hay muchas personas –más ahora- luchando por un pedazo de comida que llevarse a sus vientres. Y con eso se conforman. Qué más les da a ellos ser felices. Lo único que quieren es vivir.

¿Y por qué? Pues porque es esta continuidad en la vida lo que les permitirá, aunque ellos no lo sepan, alcanzar la realización, que sí es el fin último que todos perseguimos. Y que no es lo mismo que la felicidad, aunque pueda ésta venir cogida de la mano de la realización. Es Maslow, es la jerarquía de las necesidades humanas. Algo muy simple y fácil de entender. Si se conoce, se encuentra sentido a prácticamente todo el comportamiento y acción humana. Pero no es mi objetivo hablar de la pirámide de las necesidades maslowiana, sino volver al asunto de cabeza. Una vida sin resolver, una vida llena de problemas, de quebraderos de cabeza, de metas que cumplir, de proyectos que realizar, de una libertad y potencia absoluta para realizarlo –y para realizarnos-. Es muy sencillo, muy bonito decirlo. Parece fácil ¿no es así?

Pero además de la incertidumbre y de los problemas que salvar, hay una dificultad añadida: la libertad trae intrínseca en sí misma la responsabilidad. Y es ahí donde se concentran los mayores problemas. Es ahí donde la gente se ha inventado religiones, destinos y fatalidades a las que culpar cuando se equivocan, cuando algo va mal, cuando algo de improviso se presenta. Retomo palabras de Sartre y os recuerdo que obrar así es “obrar de mala fe”.

Compasión y pena siento por aquellos que se lamentan de su situación y se rinden a la apatía y a la pasividad. Por quienes se excusan diciendo “no tiene nada, nació en la familia equivocada”, “qué culpa tendrá, si no ha tenido oportunidades”, “qué mala suerte tengo, si es que no me sale nada bien, debería dejar de intentarlo”, “esto es muy difícil, no me merece la pena”. No, no y no. Gran error. Uno siempre tiene medios para lograr lo que se propone, para prosperar, para cumplir sus sueños. El mundo capitalista tiene defectos, sí, pero también miles de oportunidades. En contra de lo que se cree, este mundo no premia al que nace en el lugar “acertado”, no, estos acaban yendo a pique si no ponen de su parte. Este mundo, nuestro mundo –por haber nacido gracias al azar en él, y ya llevamos algo de ventaja con ello- premia al que se esfuerza, al que lucha, al que sangra, al que se mata por lo que quiere. Y créanme, lo acaba consiguiendo.

Es cierto, que de una forma u otra, nos encontramos dentro de unas circunstancias determinadas en cada uno de los distintos momentos de nuestras vidas. Circunstancias que nos condicionan –y que en ningún caso nos determinan- para ser lo que somos. Llevamos siempre ese pedacito en nosotros, pero podemos superarlo. En serio, podemos hacerlo. Es difícil cambiar a lo que nos rodea, pero es muy fácil cambiarnos a nosotros mismos y a la forma en la que interactuamos con ello.

No sabemos a dónde nos lleva la vida una vez se acaba, ni qué acaba siendo de todo lo que dejamos hecho durante nuestro paso. Pero sí sabemos que cumplir nuestros proyectos, que dar sentido a todo y mantener una actitud activa y positiva nos deja un muy buen sabor de boca. Es lo que nos hace realizarnos y ser felices al fin y al cabo. Qué mejor cosa que eso.



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